No solo de spray y paredes

Hace poco pude estar en El Museo de Atamira, una narración de 18.500 años de historia pictórica.  Más allá de muchas otra conclusiones,  me sorprendió mucho entender la que la necesidad narrativa de la cotidianidad, no es un tema inventado por los piratas hace un par de siglos ni con el graffiti en los 60`s y que esta forma de expresión es más humana que urbana, quiero decir que es la necesidad humana de marcar una presencia, un estado y éstas como partes importantes de manifestación de la identidad, son inherentes a todos como especie, a lo mejor no tan diferente a otras, a lo mejor tan simples y burdas como el pis de los perros.

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Imagen mural de las Cuevas de Altamira

Luego, la verdad es que aunque los estudios de la identidad y su importancia en la dinámica urbana, tanto como en la expresión humana, están actualmente en auge y esto está permitiendo adquirir mejores tratos a la estética de las ciudades, siguen existiendo tendencias totalitarias  y cortas de conocimientos, que pretenden suprimir las posibilidades de desarrollo de paisajes urbano  más inclusivos y democráticos, sin embargo me parecen capitales para que se mantenga un «pulso» que, so pena de la clandestinidad o algún costo mas alto, a veces, termine por buscar ese espacio de expresión «marca» y construye identidad.

Esta acertada breve síntesis del arte urbano como forma de comunicación, fija claramente unos límites dentro de los que se puede concebir a día de hoy como tal, pero lo que más me inquieta, justamente son aquellos límites que encierran a los estudios urbanos dentro de lo que comprendemos como «ciudad».

¿Y qué sucede con el resto?

¿Y qué sucede con aquellas marcas que salen de «lo urbano»?

Imagen mural en el Cabo de las Huertas. Alicante

En este contexto, me parece oportuno el dar la vuelta a la premisa y considerar los «lugares» todos aquellos dónde podemos encontrar «marcas de identidad».  Podríamos incluso llegar más allá y puntualizar que aquellos sitios, edificios o espacios de territorio que carecen de «marcas de identidad», muy probablemente carezcan de elementos que les otorguen características de «lugares».   Esto es fundamental, puesto que liga el concepto de estado y presencia, a la acción de crear espacios, y desde allí, una condición más que oportuna para el reconocimiento de «las nuevas formas de espacio público», ya no desde la premisa de «lo urbano» sino desde el papel y el rol que damos a los espacios.  Desde allí, mi interés se centra en varias de éstas:  Internet como espacio urbano en la medida de la interacción que genera la capa digital entre las personas.  El caminar y el desplazamiento, el trazo mismo del movimiento, como una expresión de ese reconocimiento identitario.  La ruina cómo una expresión tangible del acumulo identitario, en último límite de fragilidad que roza la pérdida, algo como el vértigo de Kundera, del cual nos defendemos, menospreciándolo.

Mural en una «ruina» en la Serra Grossa, Alicante

Entre la estética y la insurrección

América Latina en los ochentas no acababa de definir entre salir de las dictaduras o entrar en la democracia y le costó tanto como a Estados Unidos de Norteamérica entender que el destino político de los países, para bien o para mal,  sólo lo marcan sus habitantes…bueno, más bien aún está en ello.  En todo caso, a mi me tocó terminar la  adolescencia en medio de uno de los gobiernos más represivos que conoció  mi país, de tal suerte que siendo estudiante y trabajando de manera muy comprometida con colectivos que discernían entre la clandestinidad y la insurrección, más de una vez, tuve asignada como tarea el «pintar propaganda».  Las «pintadas«, eran  frases alusivas a momentos políticos.  Posicionamientos, ironías, intentos de vaticinios sociales, eran algunos de los lineamientos que se abordaban con regularidad.  En un corto tiempo esas «pintadas» entre la clandestinidad y la subversión política fueron una gran escuela que pronto permitió ver las paredes y los muros de la ciudad como un lienzo de expresión ilimitada en medio de unas circunstancias que tendían mucho más a lo contrario.  Quienes estábamos involucrados, aprendimos a correr más rápido que la policía, a pensar bien antes de desperdiciar una esquina blanca y  ubicada, crear seudónimos, planificar campañas y estrategias, y un largo etcétera.  Dentro de ese espacio de descubrimiento, Algunos tuvimos la suerte de fracasar pronto y barato en éstas lides, con lo cual comprendimos que era mejor y más sano buscar otras trincheras, que de paso,  podían ser productivas y hasta con beneficios profesionales.

Otros que mantuvieron la práctica, adoptaron lo que yo pienso que fue la tendencia más interesante y que se debatía entre la poesía y la reflexión,  tema al que se acerca Alex Ron en su libro «Quito una ciudad de graffitis» y de quien se puede encontrar una gran reseña de entonces  en el Blog de Mario Vásconez.

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Esto no era un fenómeno aislado, como de sobra sabemos, el hombre ha tenido una tendencia a «grafiar» su trajinar diario y sus elucubraciones, desde  siempre.  El por qué, creo que es un fenómeno, aunque muy humano, profundo y  poco investigado. Generalmente en la mayor parte de los hallazgos de lo que se podría llamar «graffiti antiguo», ha primado la importancia del «cuándo» antes que el de la comprensión del «qué».   De manera contemporánea, es indispensable citar lo sucedido en Mayo del 68,  cuando la creatividad fue parida por una conjunción de eventos de índole mundial: la guerra de Vietnam, la situación económico – política de Francia, el hipismo, la guerra Fría y muchas más, dando lugar a un necesidad de expresión que no encontró más lienzos que las propias paredes.  Sin duda éste ha sido uno de los referentes más importantes del siglo XX  en la materia, aunque claramente no el único.

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Por otro lado, está esa corriente menos poética, aunque no por ello menos reflexiva, que impone una plástica callejera, me refiero a las «pintadas» sin letras o con pocas y muy adornadas y que pretenden más bien el marcar, el posicionar o firmar, en último de los casos, poniendo un sello de «las personas» en las paredes.  Diría yo que una de las primigenias formas de marcar el espacio.  Decir: «este es mi territorio» y aquí estoy y no puedes pintar.  Una marca de identidad urbana que nace con gran potencia en los Estados Unidos de la post guerra.  Una de sus más importantes referentes fuera Jean Michel Basquiat, artista que llegó a codearse con el gran glamour del arte newyorkino, amigo de Andy Warhol, a cuyo personaje en la película biográfica, representa el gran David Bowie.

Entre lo poético y lo plástico, el arte urbano ha venido tomando madurez y vigencia dentro de la semántica urbana.   Su evolución marca un proceso que es un referente de muchas cosas que han pasado en «la ciudad» en los últimos 50 años;  en lo personal y a partir de entonces, mi atención a las formas de expresión de arte urbano, digamos «clandestina» por  mencionar lo «no intencional ni planificado» como la publicidad, el paisaje natural, el humano, etcétera,  han merecido una atención particular.  En estos años, sobre todo a partir de mi migración y adaptación a un nuevo entorno urbano, he venido reflexionando en la importancia de varios elementos, entre ellos, el arte urbano, sobremanera al estar en Alicante, ciudad que considero es una privilegiada en cuanto a la  cantidad y calidad de está forma de expresión.

Este post abre mi publicación en dicha temática y las interrelaciones que encuentro, las reflexiones que me voy planteando y sobre todo, las imágenes que encuentro.

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