Zaragoza siempre me había parecido más disfrutable en invierno, aunque yo siempre sería de mar, de mediterráneo y por tanto de calor, de verano. En invierno Zaragoza estaba muy bien; muchas veces me iba fuera de la ciudad solamente por ver los prados verdes, sembrados y soñaba que era mi mar; otras veces no eran los prados, eran las aguas del Ebro.
Las clases eran en la calle san Jorge 12 frente a las ruinas del teatro romano. Un Edificio de la década del 30, muchas molduras alrededor de cada ventana y verjas de hierro forjado, en un segundo piso y sin ascensor. Al lado estaba la panadería, los mejores postres, bollos y sobre todo olores. Era cálculo infinitesimal, variables, el profesor no estaba mal, sabía explicarse; No se por qué sentía que esa clase iba a ser especial.
Se debía aprobar con un mínimo de 21 como sumatoria de tres notas sobre 10. Dos horas de clases diarias en las que todos los suspendidos nos juntábamos al amparo de la resignación de ir con un curso a cuestas. Todos los elementos daban para sentir una cierta marginalidad. Siempre he creído que las personas se unen al rededor de cosas comunes, pero cuando estas son muy sentidas, la camaradería es profunda. No intimaba con nadie, sin embargo se que todos, incluso sin hablarnos, nos sentíamos cómplices. Sabía el esfuerzo que hacían mis padres para que yo estudiara allí, y me parecía un sacrilegio perder el tiempo en cosas que no eran los estudios.
Aquel día de la última evaluación quise sentirla diferente. Había estudiado casi toda la noche anterior, tome mi desayuno , y salí de casa. Usualmete me bajaba del autobús en la parada de la calle Coso, pero aquel día, estando con tiempo de sobra, quise caminar. Me bajé frente a la torre de la Zuda, caminé por la acera de la Muralla romana, con el asombro de un turista recién llegado crucé el Mercado por su interior, dejando que mis ojos captaran cada toma llena de colores y al salir, me dejé internar por las estrechas callejuelas, pensando, imaginando, suponiendo otras épocas.
-¡Sobre sus mesas solo un lápiz, goma y calculadora!, dijo enfático, el profesor.
-¡No quiero que pasen de las 3 horas, el examen está hecho para resolverlo en una!
En ese momento sentí la necesidad de frotar mis manos. No se si este gesto era el del lobo ante la presa o simplemente un reflejo del frío, pero se que lo hice sin intenciones de presumir de mi seguridad ante la materia. Tan pronto como tuve las hojas en mi mesa, empecé a escribir. Me tomó exactamente una hora y veinte minutos, incluyendo una revisión de esas tonterías que uno siempre desprecia: comas, unidades y demás. Al terminar, miré fijamente al profesor mientras hacía un ligero gesto de levantarme de mi silla. Él acudió a mi llamado y estiró la mano, yo le sonreí ligeramente y le entregué las hojas a la vez que me levantaba. Erguido mientras daba unos pasos hacia delante dijo:
-¿alguien más?.
De esa manera logró romper la concentración de la mayoría y permitió que se enterasen que a partir de entonces sería forzado tardar. Recogí mis cosas y estaba decidido a salir cuando sentí su mirada encima mío, me giré y con un gesto casi imperceptible me pidió acercarme. En su mesa, me pidió un bolígrafo y con su punta señalando el recorrido, iba leyendo mientras murmuraba algunas palabras. Al terminar cada ejercicio, con un rasgo enfático y de proporción exagerada rayaba una uve, aprobándolo. No tardó más de un minuto, pero yo discretamente parado a sus espaldas, sentí ese tiempo como eterno. Intentaba no mirar al papel, recorrí con mis ojos todo el entorno del silencioso paisaje: los compañeros más próximos, los agujeros de la escayola en el techo, la persiana rota de la ventana, las lámparas de pantalla amarillenta, la puerta astillada y sin cerradura, la pizarra verde grisácea del polvo de tiza. Es que lo recorrí todo, todo, pero antes de terminar, cuando tenía la mirada hacia arriba, escuche un suspiro profundo, se incorporó y me felicitó, estiró la mano y la estrechamos. Solo entonces caí en cuenta que nunca lo había tocado. Su mano era grande y de piel gruesa, parecía más bien la de un obrero y no la de un profesor de matemáticas.
Al cruzar la puerta de la calle sentí una sensación extraña, era como despertar de un largo sueño y sentir de pronto la realidad, pero esta era la mía, mi realidad. Me dejé atropellar por el viento invernal en mi cara desprotegida, caminaba dando profundas inhaladas de aire, sintiendo mas grande mi pecho, quería gritar,quería correr, pero no sabia qué ni hacia donde. De pronto sentí como una película de eventos pasaba por mi mente, desde los esfuerzos y sacrificios de mis padres que me habían llevado hasta allí, hasta la consciencia de que todo había sido únicamente una batalla vencida.