Original publicado el 17 de octubre del 2018
La vida urbana, en una gran generalidad, se nos estructura en una cotidianidad rutinaria. Nos levantamos por la mañana, atendemos unas primeras cosas logísticas antes de salir de casa: aseo personal, la cama, los niños, mascotas y demás para disponernos a ir a trabajar, a producir. Muchos afortunados pueden hacer un alto a mediodía: comida, algo de descanso, alguna actividad complementaria: gimnasio, bancos, una compra… Y llega la noche, el sueño y con sus más y sus menos, la reparación, a la jornada; Al día siguiente, otra vez. La rutina se repite viendo pasar el tiempo, en unas luchas cotidianas en las que nos dejamos la vida.
Esa monotonía se ve rota, afortunadamente, gracias a circunstancias de mucha índole: fines de semana, los primeros y más regulares, festivos, vacaciones y más. Y en esas oportunidades hay elementos comunes. Uno muy recurrente es «el encuentro».
Volvemos al pueblo y nos encontramos con quienes hemos crecido. Atendemos un compromiso familiar y nos encontramos con los lazos de sangre más próximos. Compromisos profesionales, generalmente nos ponen en contacto con quienes hemos pasado años de estudios y anécdotas. Estos encuentros emocionalmente son complejos, se mezclan sentimientos, que en muchos de los casos no están muy claros.
Nos emocionamos de las presencias… Las miradas, los apretones de manos, los abrazos, nos permiten tocarnos y ese «acercamiento» de piel y mirada es irremplazable e insuperable.
Nos emocionamos también de las ausencias. Los que ya no están, los que se han ido, los que no han vuelto. Esa ausencia tiene otro valor, es como inverso, como negativo, no malo, realista, pero algo doloroso.
En esos momentos en que apartados de la monotonía, tenemos un regocijo emocional, nos conectamos con nuestra parte más simple, más básica. Como en un ejercicio catártico volvemos a nosotros mismos, a permitir casi terapéuticamente que se esfumen, que desaparezcan por completo pretextos, complejidades inútiles, diferencias, prejuicios y que aflore lo que realmente nos importa.
¿Qué es lo que realmente nos importa?
Nos importan las cosas más simples, las cosas pequeñas que están libres de imposiciones. Nos importan las cosas conseguidas en libertad, el escoger un refresco, una comida, el caminar por la acera en sol o en sombra. Nos importa tomar decisiones propias, los afectos que nos sostienen y nos importan las cosas conseguidas con esfuerzo, las cosas luchadas y sufridas.
Sobre todo, nos importan las cosas que nos definen.
Pero, sinceramente, cuando estamos en el día a día y vemos pasar el coche de nuestros sueños, o simplemente una prenda de ropa de moda o inclusive un tonto capricho como desayunar con churros, no nos detenemos a meditar qué tanto nos definen los objetos, ni tampoco cuánto lo que deseamos es producto de la presión del consumo o cuánto lo necesitamos realmente.
Hemos creado una necesidad de hacernos con lo que nos apetece como un símbolo de poder, de nuestro poder de elección y nuestra capacidad de adquisición. En esa medida somos cómplices de restar importancia, de tergiversar la capacidad esencial de los valores y las cosas que nos definen. Esas pequeñas cosas que nos definen y que diferencian cada uno de otro, son nuestra identidad.
Cuando estamos juntos, un conglomerado humano de cualquier dimensión, escala y proporción, somos las afinidades que nos permiten vernos como conjunto de relaciones probables y también somos las diferencias, las características individuales a las que un querido amigo las llama “los super poderes” de cada uno.
Marina Garcés, en uno de sus escritos nos invita a “pensar la diferencia sin referencias de identidad”1. Si hacemos ese ejercicio, tendremos dos consecuencias:
La primera es que nos daremos cuenta de la necesidad del “modelo”, en relación al que se marca la identidad. La referencia de lo idéntico, en función de lo cual planteamos o descubrimos la diferencia.
Y la segunda, es la multiplicidad. El conjunto de relaciones probables entre diferentes y desde ese punto de vista, el potencial del valor de la complejidad.
Es en estos dos elementos en donde considero que radica la riqueza de los conjuntos humanos y en su mejor y probablemente máxima escala, las ciudades. Cuando pienso en la ciudad, pienso en un conglomerado social dispar, heterogéneo, diferente. Comunidades con unas identidades medianamente definidas, con unos derroteros afines, encontrándose con otras, diferentes a ellas, para vivir cotidianidades, la vida sencilla y prosaica del día a día, en las que encuentran sus elementos comunes, esos elementos comunes que son las pequeñas cosas de las que está hecha la vida de la ciudad.
Cuando pienso en lo que se nos ha dado en llamar espacio público, pienso en un lienzo en blanco donde esas relaciones de mediación, de encuentro, sean posibles, con elementos propios de la ciudad, que estimulen el encuentro y que posibiliten todas las relaciones posibles. Pienso más bien en un lienzo en blanco con pinceles y óleos a escoger y ser gastados por una ciudadanía empática, responsable y sobre todo compleja y en constante conflicto.
1 | Garces, Marina. (2016). Fuera de clase. Barcelona: Galaxia Gutenberg.