Original publicado el 28 de Agosto del 2018 en el Blog de Arquitasa
Se habla mucho de pasear en la ciudad, la mayor parte de las veces como un acto contemplativo de esos tiempos en que deseamos buscar el momento del esparcimiento. Con frecuencia hablamos de desconectar, de escaparse. Hablamos de ese perder el tiempo de manera consciente, como intentando descubrir algo oculto, que aguarda allí, en secreto, reservado sólo para nosotros.
Ser abordados por la sorpresa de encontrarnos con lo inusual, demanda previamente que exista lo usual y que se haya consolidado como concepto cotidiano y reconocido convencionalmente por los demás.
Pero, ¿qué es la cotidianidad desabrida y monótona en la que nos desenvolvemos a diario, para que algo distinto nos sorprenda?
Nuestra rutina se define por pequeños actos repetitivos, que uno a uno, sin novedad se van adecuando a un proceso de «normalidad».
Desgraciadamente, este concepto se forja sobre la base de la repetición poco lúcida, poco reflexiva. “Normalizamos” lo que se repite, simplemente, sin reflexionar sobre sus condiciones de oportunidad, de calidad, de eficiencia, de ética o de principios. De ahí que presas de ese estado, no es tan difícil conseguir vibrar de conmoción al encontrar algo distinto.
Con frecuencia, lo diferente no es más que lo que sale de la cotidianidad, incluso su rango de extravagancia poco influye en nuestra conmoción sorpresiva, más bien y como queda apuntado, somos víctimas del mar de normalidades que nos abducen de la capacidad de normalizar lo diferente.
A diario transitamos por las ciudades o trozos de ella sin poner afán ninguno sobre los pequeños detalles que hacen las particularidades.
¿Qué es lo que no vemos al pasear en las ciudades?
¿No vemos el árbol?
¿No escuchamos los pájaros?
¿Dejamos de valorar la danza infinita de personas que son potencialmente una red?
Caminamos la ciudad
Vamos a tomarlo con calma y analizar un poco la semántica de esta oración/composición:
Sujeto: yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos, todos caminantes, diferentes, heterogéneos de colores, tamaños e historias.
verbo: caminar. Acción humana de moverse. Nuestra especie, lo lleva haciendo cinco millones de años, de los que tan solo cuatrocientos mil ha sido sedentaria, urbana. Antes caminábamos—nómadas infinitos—buscando la sorpresa cotidiana, sin final. Sin destino.
Predicado: la ciudad, el entorno. Ese espacio físico que sin nosotros no es. Es el verbo—la práctica del espacio ejercida por nosotros—la que da la naturaleza de ser al espacio. En este caso a la ciudad. Pero ese entorno nos es también a nosotros. La ciudad nos afecta, nos hace.
El hilo conductor de la mediación entre personas y entornos es el movimiento. Cuando caminamos hay un acto implícito de mediación entre nosotros y el espacio. Esa mediación la ejercemos tirando de nuestra memoria.
“En suma, el espacio es un lugar practicado. De esta forma, la calle geométricamente definida por el urbanismo se transforma en espacio por intervención de los caminantes. Igualmente, la lectura en el espacio producido por la práctica de lugar que constituye un sistema de signos: un escrito.” ¹
«Recorriendo por las calles del viejo París«, cantaba Solera en los setentas. Una canción claramente de corte romántico/melancólico, bajo la premisa de que: todo pasado siempre fue mejor. Un gimnasio de la memoria que te hace recordar que ese constructo cultural que es la memoria, de la que tiras para ver ese «viejo París» no viene solo, sino con una cola inmensa de percepciones: el brillo mojado de los adoquines de las calles de París, el perfume dulce de la amada o el amado en recuerdo, aquél café con zócalo de madera en el barrio latino, la tarde soleada de la despedida, el beso de la despedida, las horas que creíste que no terminarían. Si es que ya puestos en ello, seguro terminamos yéndonos, fugándonos. Y todo esto pese a que nunca hayas estado en París, porque, dicho sea de paso, es parte del juego. Tu imaginación y tu memoria tienen límites más grandes que el París metafórico que todos llevamos dentro.
Pero: ¿de qué huimos? Nos vamos de viaje, ese viaje que nos convierte en el ser que por momentos se queda atrapado en el ir, siendo un viajero, retando al contingente de recuerdos, que, de pronto un día, podrían verse caducos, inexistentes. Enfrentarse al viaje va más allá que disponerse a ser sorprendido por la novedad. Es poner en juego la memoria propia, construida día a día, momento a momento, solo y por una comunidad y un entorno que de pronto, lo ha desahuciado.
El viaje urbano es un reto, una apuesta a leer, a descubrir la ciudad con los pies. Una ciudad que la transitamos todos los días, pero no queremos conocer, leer. Más que escaparnos, más que huir, más que irnos, lo que nos hace dar el paso de disponernos a lo desconocido, es el hastío de la certeza. El saber qué hay detrás de la esquina, el saber con quién te encontrarás a cada hora, el saber que ese mundo pequeño, compacto y cierto de nuestra ciudad es calculado, controlado y que nos lo sabemos.
El interés del consumo global ha jugado sus papeletas desde hace mucho para que, si paseamos, compremos. Para que comprendamos la ciudad como un objeto de consumo y una prenda de la democracia. Pagas impuestos, votas, tienes aceras, eres ciudadano. Pero esta receta parece que tiene fecha de caducidad, al menos en unos entornos más que en otros. El ciudadano cada vez más es un partícipe de la construcción urbana. Y cada vez comprende mejor que la administración somos la ciudad y que la identidad urbana ciudadana, es una construcción diaria sobre la que sea asienta la memoria.
Si nos vamos, si viajamos es porque en nuestro interior, aún somos nómadas, porque nuestros pies necesitan la sorpresa, porque nuestro cuerpo ha desarrollado durante siglos una ergonomía propia de la alerta, del imprevisto, de la caza y la fuga, de ese caso fortuito que llega sin cálculo y que nos permite ser presas de la novedad. Salir de viaje urbano, es también como una propuesta política pacífica y silenciosa, pero irreverente de ser partícipes reales en la construcción de nuestro entorno.
“Así las cosas, uno viaja para perderse y en el camino (y ojalá uno caminara o tomara la ruta no tradicional) logra , con suerte, encontrarse”. ²
notas:
1 | Certau, Michel de. (1994). La invención de lo cotidiano. París: Éditions Gallimard.
2 Fuguet, Alberto. (2007). Apuntes autistas. Santiago de Chile: Epicentro Aguilar.