Eran las 7 de la mañana. Hacía frío. Yo llevaba una macana de colorines, que me trajo Amelía de cuando vivió en Perú envuelta en mi cuello como bufanda, mi cazadora gris, una talla más grande, como siempre, y vaqueros. En ese entonces aún usaba los zapatos florsheim de piel marrón hechos de una sola pieza y suela de crepé. En realidad este fue mi «uniforme» durante muchos años de estudiante. mi «walkman», de los primeros, de estos de cintas, sonaba una canción de Caetano Veloso que narra la historia de una prostituta que es apedreada. Caminaba por la acera que tenía árboles, con un libro en mis manos para gastar el tiempo . las clases empezaban a las 8. El libro era Una realidad aparente de Carlos Castaneda, con Pedro estábamos interesados en aprender a volar en los sueños y este libro narraba las experiencias con un maestro brujo en el uso de alucinógenos. yo no llegaba a los 20 años, estudiaba una carrera que elegí casi a dedo, pero para la que iba viendo que tenía aptitudes. Nadie me obligó a elegir esta carrera, pero muchos años después entendería que se podía hacer más dinero con mucho menos esfuerzo, y se podía ser feliz con muchas otras cosas que daban menos prestigio que un gran titulo. Sé con toda certeza que en el momento de la elección dentro mío solo primaba el demostrar a mi padre que era capaz de eso y mucho más, lastimosamente, estaría en el error de cumplir sus espectativas muchos años más. antes de que me diera cuenta de que el mayor tesoro que él me regaló fue la posibilidad de equivocarme, caerme y saber que al levantarme, Él igualmente estaba allí.
ya dentro de la facultad, atravesaba el patio de la escuela cuando escuché el grito de Pedro:
! Enanooooo¡ nunca me molestó mi mote, en realidad estaba bien, yo siempre fui mas pequeño que los demás y no todos se ganaban el privilegio de tratarme así, si alguien se atrevía, corría el riesgo de que yo le invente uno mucho peor, eso fue lo que le pasó a Sapo, el que tenía la boca grande; a Poni, el hermano pequeño de aquél chico al que llamaban caballo, a Piojo, este chico muy moreno y pequeño que tenía colmillos grandes, a Queso, el que se apellidaba Manchego.Pedro estaba en el bar con los demás. cambié mi dirección y me dirigí hacia ellos. Eran apenas las 8:10 y ya habían empezado la partida de mus y tenían en la mesa una jarra de calimocho. Paisaje conocido. Para entonces se había aprobado en la Universidad una normativa que obligaba a los alumnos esperar 15 minutos al profesor, una vez pasados, se consideraba ausencia y los alumnos podían exigir la recuperación de la clase el día y a la hora que se les antojase. Si el interés era realmente recuperarla, se consensuaba con el profesor y si se le quería tocar las narices pues se proponía el Domingo a las 6 de la tarde.
Estaba descargando mi arsenal: chaqueta, macana, cámara de fotos (ese día tenía en la tarde clases de fotografía y como parte del «uniforme» llevaba una tipo reflex marca minolta colgada al cuello) y el bolso con los cuadernos, cuando vimos todos juntos a través del gran cristal que daba a la entrada del patio de la facultad como Torres, el profesor de Matemáticas II, con traje y porfolios caminaba a paso acelerado, fue una fracción de segundo, pero evidente, nos miró con el rabillo del ojo, y sus pasos se duplicaron de longitud. No corría, eran más bien unos ligeros saltos los que daba, anticipando la carrera.
Nadie dijo nada, apenas y nos miramos pero todos arrancamos a correr en dirección a la clase. Cada uno tomó sus cosas como pudo y corríamos atravesando el patio con un bulto multiforme en las manos. En la mesa quedó una imagen casi de «Western»: El bar en silencio, el humo flotando en el ambiente y la mesa sola; sobre si, los vasos a medio beberlos, la jarra casi terminada de la primera «ronda», las sillas desordenadas, incluso una tirada de lado en el suelo, la baraja no se si quedó completa, unas en el suelo, otras en la mesa, todas desperdigadas e incluso, Carlos y Sapo luego vimos que las llevaban en las manos hasta la puerta de la clase.
Cuando llegamos a la pueta de la clase y ya estaba cerrada, entre aquél montón de alumnos parados frente a ella, una mano salio de en medio y golpeó. Nadie se retiró. Torres la abrió. Pequeño, con traje, algo regordete y aún jadeante por la carrera, nos miró y dijo:
!lo siento¡ están tarde y Justo hoy es la prueba final.
Nadie dijo nada, y el lentamente, como en cámara lenta cerro la puerta, todos nos miramos y con la cara mirando al suelo, no tuvimos mas remedio que volver al bar a terminar la faena.
Duro fue el día que tuve que contárselo a mi padre. Había aprobado las 7 materias de segundo de carrera, excepto matemáticas.
La normativa de aquella época permitía que uno tome el curso siguiente «arrastrando» la que había suspendido y ese era mi destino, nada calamitoso de no ser porque la escuela estaba aún en construcción, al igual que la mayoría del recinto universitario y por tanto las clases de «arrastre» estaban desperdigadas en pequeñas academias e institutos de FP que estaban por toda la ciudad.
Mi padre me miró fijamente – ¡ahora veremos si eres capaz! – me dijo.
¡ese es el costo que pagan los que se sientan a la última fila y hacen doctorado en mus!
Hoy se que en realidad me estaba diciendo que siguiera adelante. Y que por sobre todo recordase que una suerte distinta era posible, que a Él le costó mucho más tener una carrera. Sé que no lo entendería si no supiera que Él empezó de carpintero para hacer EGB con 17 años y viajar a la capital a inscribirse en la Universidad como una hazaña heroica.
Se la financió solo y únicamente con su trabajo, paró en los calabozos más de una vez por estar en » Posesión de Material subversivo» en su habitación de la residencia universitaria, que en realidad eran cuatro cables, dos lámparas de tubo y un tableros contrachapado, con los que hacía mesas de dibujo para vender. Él realmente no leyó el capital ni el Manifiesto del partido comunista hasta cuando se los dejé yo. Como Ingeniero de Vías dirigió más de 1500 kilómetros de carreteras en 22 provincias para el gobierno y llegó a ser propuesto como Ministro de Fomento. Entonces era difícil repensar todo esto, yo estaba en su campo de vid, sabiendo que se pinchaba insulina una vez al día y escuchaba «new age» mientras resolvía SuDoKus, sabiendo que le llegué tarde, yo era el quinto de 5 hermanos y que para entonces estaba cansado y solo le quedaban, el ejemplo, su dinero y los buenos consejos.